El debate sobre el juicio polÃtico contra Dilma Rousseff adquirió un gran tono conceptual. La idea diseminada por el Partido de los Trabajadores (PT) y los presidentes Lula y Rousseff de un golpe de Estado contra un Gobierno legÃtimo elegido por voto popular fue replicada por sus aliados latinoamericanos y algunos medios de prensa internacionales. Ante la dificultad de definir el proceso como un golpe de Estado clásico, hubo que acuñar nuevas terminologÃas: golpe constitucional, parlamentario, judicial, militar 2.0 o inclusive, como apuntó Ernesto Samper, secretario general de Unasur, golpe de Estado pasivo.
Los enemigos del impeachment lo asimilaron al golpe militar de 1964 para deslegitimar por antidemocrática la iniciativa parlamentaria contra un Gobierno constitucional. Rousseff reforzó esta idea al comparar sus torturas durante la dictadura con el trato injusto recibido de un Parlamento corrupto. También se insistió en otros dos conceptos. Primero, en el carácter corrupto de la mayorÃa parlamentaria que impulsó el cese, comenzando por el expresidente del Congreso Eduardo Cunha, también destituido.
Se olvida que los diputados y senadores que apoyaron a Dilma estuvieron igualmente salpicados por el caso Petrobras (conocido como petrolão o Lava Jato), o que ella misma pasó largos años en cargos vinculados con la empresa. También se recordó la superioridad moral de Rousseff, no acusada de corrupción, frente a un Parlamento sucio. Sin embargo, la investigación contra ella y Michel Temer por financiación irregular de la campaña podrÃa llevar a anular la elección presidencial y convocar nuevos comicios.
El segundo concepto es central en el discurso populista latinoamericano: la mayor legitimidad presidencial frente a la parlamentaria. El mejor ejemplo es el conflicto entre el Gobierno de Nicolás Maduro y la Asamblea Nacional venezolana, con el presidente como único actor que goza de toda legitimidad. Por eso se insiste en denunciar un compló de la derecha más reaccionaria. No se olvide, sin embargo, que el PMDB fue un aliado leal del PT durante más de 12 años, que Temer fue compañero de fórmula de Dilma Rousseff desde 2010 o que Henrique Meirelles, el actual ministro de Hacienda, fue presidente del Banco Central con Lula.
En este contexto de crispación preocupa la reacción del PT y sus principales dirigentes, con un discurso polÃtico muy radicalizado. Muchos están satisfechos por haber recuperado el protagonismo en la calle y entre los movimientos sociales. Pero, como comprobó Lula, para ganar las elecciones debió moderar el mensaje y negociar con el PMDB. Su gran mérito fue transformar su partido en el referente de los sectores medios emergentes. Abandonar la centralidad puede conducir al PT a una larga travesÃa por la oposición, nada beneficioso para Brasil. La dureza del giro discursivo responde a la creencia compartida con otros mandatarios regionales de que llegaron al poder para siempre, aunque los largos Gobiernos de Lula y Rousseff terminaron cansando a buena parte de la opinión pública.
Casi todos los pasos del proceso fueron convalidados por el Supremo Tribunal Federal, con magistrados designados mayoritariamente por Lula y Rousseff
Frente a esto, Andrés Malamud se preguntaba si el impeachment es legal, normal y grave. Su respuesta frente a la legalidad del proceso es contundente, al marcar la Constitución brasileña unos lÃmites estrictos. Y más cuando prácticamente todos los pasos fueron convalidados por el Supremo Tribunal Federal, con magistrados designados mayoritariamente por Lula y Rousseff.
Pese a ser una causa legal, en otro contexto las pedaladas fiscales no hubieran bastado para procesar a Rousseff. Seis meses atrás habÃa un amplio consenso sobre sus posibilidades de terminar el mandato. Pero esto no ocurrió. Rousseff enfrentó una tormenta perfecta: crisis polÃtica y ruptura de la coalición gobernante, crisis económica con recesión, alta inflación y paro, crisis moral por los casos de corrupción. Una mayor cintura polÃtica le hubiera permitido eludir el impeachment. Pero Rousseff, inflexible y con escasa capacidad de negociación, no supo mantener unida la coalición.
Si atendemos a los procedimientos, comenzando por la maratoniana votación del Congreso, las cosas podrÃan haberse gestionado con mayor cuidado. Incluso se puede definir lo actuado, como hizo el Gobierno nicaragüense, como un mamarracho polÃtico, pero esto no puede llevar a hablar de un golpe de Estado, sea pasivo o activo, judicial o parlamentario, y ni siquiera de un proceso irregular.
Carlos Malamud es catedrático de Historia de América de la UNED e investigador principal de América Latina del Real Instituto Elcano.